Por Oscar Andrés De Masi

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Hoy, 12 de diciembre de 2020, Alberto de Paula hubiera cumplido ochenta y cuatro años. Su vida se agotó a los setenta y uno. El lapso comprendido entre el 2008 y este año es una incógnita, en medio de tantas certezas que nos dejó Alberto, el amigo, el maestro.

¿Cuál hubiera sido su producción científica en estos doce años? Es imposible saberlo. Podemos arriesgar conjeturas, a partir de los temas que dejó, o bien esbozados, o bien expresados ante los amigos como proyectos: un libro acerca de las ciudades argentinas, un libro acerca de la historia de Banfield, un libro integral acerca de la historia territorial, urbana y arquitectónica de Lomas de Zamora (que viniera a completar sus anteriores publicaciones, llegando hasta el año 2000, aproximadamente), un libro acerca de la historia de Monte Grande, una biografía de don Juan de Zamora, una historia arquitectónica de las Islas Malvinas…Son apenas rótulos, casi imaginarios, de lo que, suponemos, hubiera sido el cierre de su ciclo historiográfico. Y quizá tuviera otros temas en su mente.

Pero la paradoja asoma a la puerta de esta evocación: así como no podemos responder a esa pregunta abierta al infinito, podemos y debemos, en cambio, comenzar a contestar otros tres interrogantes, validos de la ventaja de una mirada retrospectiva puesta sobre un pasado que ya es «su» historia personal: ¿Quién era Alberto S. J. de Paula? ¿Qué propósito le asignó a su vida? ¿Qué nos dejó?.

La respuesta a estas tres preguntas nos conduce a su biografía, a su vocación y a su legado. En torno de estos tres temas hay bastante para decir.

¿Quién era? La biografía

En este hijo menor y único varón del matrimonio De Paula-Villalustre, confluían los linajes lusobrasileños de los ancestros del padre, junto a los linajes españoles de la madre, nacida en España y trasplantada tempranamente a la Argentina. Una familia de clase media burguesa, con raíces inmigratorias e inclinación por la cultura, afincada en Lomas de Zamora en los comienzos del siglo XX.

La óptica «De Paula», el negocio paterno, situada en la calle Laprida número 90 (a escasos cincuenta metros de la estación del Ferrocarril del Sud, luego linea Roca), era un comercio pionero (el primero, exclusivo en su ramo, en aquella ciudad) y, a la vez un espacio científico, ya que al ramo de la óptica tradicional sumaba un «laboratorio piezo-eléctrico». Allí aprendió Alberto, tempranamente, ese hábito inclinado a la precisión y a la demostración, que es propio de la ciencia.

Alberto había nacido en Lomas el 12 de diciembre de 1936, bajo el signo de Sagitario. Elo explica, acaso, la matriz astral de su carácter que era más bien discreto, su preferencia por la soledad, su extremada reserva en cuanto a asuntos personales, su talante afable (pero que podía, en ocasiones, llegar a arranques explosivos, aunque no muy frecuentes ni muy durables), y su gusto, por momentos irritante, por la ironía y la contradicción del interlocutor.

Su educación se desarrolló en un ambiente familiar, como dije, cultivado (la Historia Universal de Ongken fue, según él mismo me aseguró, su primer contacto narrativo con aquella disciplina), donde la música y la lectura eran solaces bienvenidos.

Cursó sus estudios en el sistema de la educación pública, destacándose, por su prestigio, la escuela secundaria: el Colegio Nacional «Almirante Guillermo Brown» de Adrogué, al cual llegaba en tren, tras un viaje muy breve, junto con otros dos condiscípulos lomenses: Bonomi y Gutierrez Walker.

En el Colegio Nacional conoció, en su rol de profesor, a una de las figuras más influyentes en su formación y posterior desarrollo como investigador: el arquitecto Mario J. Buschiazzo.

Alberto fue un alumno aplicado y destacado, con mucho de autodidacta.

La madre le inculcó una fe religiosa católica romana, apegada a las devociones, que, con un sesgo de practicante, conservó hasta el final de su vida con remarcable coherencia. Todavía, en ese año final que fue 2008, seguía concurriendo a la misa dominical, en Buenos Aires o en la parroquia de Banfield.

Siempre recordaba que, de niño, jugaba a construir pequeñas casillas o pequeños retablos, donde ubicaba las pequeñas imágenes de santos y santos que había en la casa.

La militancia católica (concretada en la Acción Católica de la parroquia de Lomas de Zamora, y, luego, en las luchas entre la enseñanza «Libre» y la enseñanza «Laica») no ha de pasarse como un detalle menor. Ya adulto, solía definirse como un «católico liberal», preocupado por el decoro del espacio sacro (solía decirme, en broma, que de haber sido ungido Obispo, el lema de su blasón episcopal hubiera sido aquella frase del Salmo: Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los albañiles. ¿Porqué habría elegido ese motto? Y su respuesta era: por su connotación arquitectónica).

Su temprana monografía acerca de los Templos rioplatenses no católicos en el Río de la Plata (publicada en tres entregas de la revista «Anales del Instituto de Arte Americano») revela aquella afinidad espiritual con las iglesias de rito reformado de matriz británica (existían y siguen existiendo tres de ellas, de notable identidad y tradición histórica, en Lomas y en Temperley). Después de cincuenta años, sigue siendo una obra de consulta mandatoria.

Su iniciativa de incorporar un pastor evangélico y, a la vez serio historiador (Arnoldo Canclini) al Instituto de Historia Eclesiástica lomense (co-fundado por De Paula, bajo los auspicios del obispo Desiderio Collino), opera en esa misma linea de ecumenismo. Su tan anhelado viaje a Jerusalem , facilitado por Jorge Cohen, y luego, su accidentado viaje a Roma (donde unos gitanillos lo asaltaron de un modo bizarro, sepultándolo literalmente bajo cartones) fueron de alguna manera la culminación de un itinerario espiritual personalísimo, cuya religiosidad se apoyaba más en la Escritura que en la teología escolástica.

A finales de los años 50s, al tiempo de ingresar en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires, se incorporó, como simple empleado, a la sucursal Lomas de Zamora del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Alargaría hasta el fin de sus días la pertenencia a ambas instituciones. En el caso de la Universidad, como profesor titular por concurso y como director del Instituto de Arte Americano, que había fundado Buschiazzo. En el caso del Banco, habiendo alcanzado el rango gerencial en el escalafón, como «director consulto» del Museo y Archivo «Dr. Arturo Jauretche».

La fidelización con el Banco y su interés en los temas de historia bancaria merecen una nota al pie: un antepasado de la rama paterna había sido, en el siglo XIX, dependiente de la banca Mauá, en Brasil.

En paralelo con su desempeño en el Banco y su condición de alumno universitario, se inicia su relación discipular con el P. Guillermo Furlong S.J. y con el Arq. Mario J. Buschiazzo. En ellos, reconoció siempre a su principales maestros.

De esta época datan sus primeros escritos de arquitectura, enfocados en edificios históricos religiosos (la Capilla de Belén, los templos de rito reformado y ortodoxo ruso, las iglesia de Lomas de Zamora y el templo demolido de Adrogué) y, un poco después, su abordaje de la historia territorial y urbana de Lomas de Zamora (junto a su amigo Ramón Gutierrez) y de Lanús (con el mismo colega y Graciela Viñuales).

Se graduó como arquitecto, no sin demoras derivadas del tiempo que le dedicaba a la Acción Católica (para disgusto del padre, un activo miembro de la masonería en la Capital), en el año 1972. Ya había acumulado experiencia como investigador en el Instituto de Arte Americano, bajo aquellas dos tutelas magistrales que antes mencioné. Cabría añadir a quien fue uno de sus jóvenes docentes en la cátedra de Historia, el arquitecto Federico Ortiz.

Tras la graduación y a través de los años, comienza a tomar dinamismo su carrera académica, como profesor en la UBA, en Mar del Plata, en la Universidad de Belgrano (brevemente) y en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. También aumentó su participación en congresos y jornadas científicas.

Dotado del arte del buen decir en público (no sin pizca de manierismo en el estilo), consolidó, además, un perfil de conferencista riguroso, ameno y didáctico (apoyado en la proyección de abundantes diapositivas), y una agenda de viajero estudioso, en el país y en el exterior, registrando con dos cámaras (como era su costumbre: una cargada con película de diapositivas, y la otra con rollo para soporte papel) sitios y edificios. Su colección fotográfica puede estimarse, grosso modo, en unos 20.000 ejemplares, incluyendo tomas irrepetibles, como aquellas que obtuvo en las islas Malvinas, antes de 1982.

En 1981, cuando las autoridades de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (entre quienes se contaban sus amigos de la militancia católica Carlos Pesado Palmieri y Enrique Bonomí, y su amigo masón Nestor Onsari) impulsaron la creación del Centro de Estudios Regionales, vieron con naturalidad que él lo dirigiera. A esa altura, ya orlaba su nombre el nimbo de primus ínter pares, el principal de los historiadores de la comarca sur del Riachuelo.

Una camada de jóvenes investigadores regionales y locales -entre quienes se contaba el autor de esta evocación- se formó en la historia comarcal, a través de aquella experiencia fascinante. Algo similar ocurrió un poco después, al confiársele la organización (junto al Pbro. Roberto Gonzalez Raeta) y la presidencia del Instituto Histórico Diocesano de Lomas de Zamora.

Ya en los años 90s fue designado presidente de la Junta de Historia Eclesiástica Argentina e ingresó como miembro correspondiente en la Academia Nacional de la Historia. Sus últimos cargos directivos, que ejerció hasta su fallecimiento, fueron la dirección del Instituto de Arte Americano, la presidencia de la Junta de Historia Eclesiástica Argentina, la presidencia de la Comisión Nacional de Monumentos y Lugares Históricos y la dirección en carácter de «consulto» del Museo Jauretche.

También, había logrado su plena pertenencia al sistema científico estatal del CONICET. Era, además, miembro de ICOMOS y docente en la subsede Gendarmería Nacional de la Universidad Católica de Salta. A edad madura, obtuvo su doctorado en la Universidad del Salvador.

La biografía, así de sucinta, de Alberto de Paula, revela una trayectoria marcada por el esfuerzo y la contracción al trabajo, el cabal cumplimiento de sus responsabilidades, el estudio, la investigación y la transmisión de saberes. Valga el dato de que concurrió a cumplir tareas en su oficina del Museo Jauretche hasta el día anterior a su fallecimiento, retirándose, como cada viernes. Y que corrigió uno de sus libros póstumos una semana antes del cese de su vida.

Esa muerte repentina, fulminante, sin anuncio, no carece de metáfora: ocurrió en el porche de su casa de la calle Capello nº 5, en Banfield, al regresar de la Capital, para pasar el fin de semana en su pago suburbano.

Se fue con la cadencia inerte y silenciosa de una tarde otoñal. Su última mirada de las cosas de este mundo, recayó sobre la puerta de su propia morada (como quien retorna de un corto viaje, para emprender otro más largo, o como quien se dispone a trasponer un portal irreversible) y sobre ese paisaje suburbano (tapizado de adoquines y salpicado de plátanos y de tilos), que tanto nos animó a redescubrir y a resignificar. Y al decir «tanto», quiero decir que lo hizo como nadie antes, aunando la inteligencia aguda y la mirada certera, a una palabra magisterial y a un corazón identitario. En su caso, palpitó hasta el final, con el apego que despiertan los lugares con memorias.

Su existir en este mundo duró 71 años: la aventura que comenzó en aquellas Lomas todavía apacibles de 1936, concluyó para Alberto ese 10 de mayo de 2008, con el último rayo de sol del día. Pero, esa historia, para él consumada definitivamente, no concluyó para nosotros, sus amigos y discípulos. Porque su vocación y su legado nos siguen interpelando.

¿Qué se propuso? La vocación

Aquel niño prolijo y curioso que en un rincón de su casa, en los altos de Laprida 90, tomó en sus manos, por primera vez, los tomos bien encuadernados de la Historia Universal de Ongken, aunque ignoraba los detalles de la obra y la erudición de su autor, definió en el misterio de aquel acto fascinante (como cabe en toda epifanía) su principal inclinación: la Historia.

Pero, como su personalidad era polifacética, supo cultivar también disciplinas afines y conexas con la Historia: la Geografía, la Arquitectura, la Geometría, la Estética de las Bellas Artes, la Religión, el Derecho, la Economía, la Genealogía (recuérdese su afición por los almanaques Gotha), el Patrimonio Cultural en sus aspectos materiales e inmateriales, la Filatelia, la Numismática etcétera.

Emparejó sus diversos focos de estudio con gustos y destrezas instrumentales como lector, como dibujante, como cartógrafo de sus propios trabajos, como melómano, como coleccionista, y como fotógrafo al servicio de sus clases.

Si hubiera que sintetizar su vocación, podría decirse, lisa y llanamente, que era el estudio, el estudio paciente y constante, el estudio expresado en la bella resonancia de la palabra latina y humanista: studio.

Su vida, por momentos casi monacal, fue una consagración al estudio, con nulas concesiones a pasatiempos ociosos o rituales frívolos (recuerdo, allá por el año 2000, haberlo invitado al cine a ver la película Gladiador….¡y se quedó dormido en la butaca!, aunque insistía en negarlo).

A su pequeño departamento porteño, en la calle Maipú, lo había transformado en un gabinete de trabajo casi autosuficiente, un verdadero studiolo (aunque sin los rebusques del gabinete del duque de Urbino), dotado de biblioteca, archivo documental y fotográfico, mapoteca, soporte informático, CDs, TV, Radio, telefonía y abundante provisión de papelería y útiles.

Hablando de la forma mentís de Alberto de Paula, salta inmediatamente a la vista su detallismo, su gusto por el procedimiento minucioso que nos recuerda el modo en que el poeta romano Virgilio ponderaba el trabajo de las abejas: in tenue labor…hasta en el menor detalle…

No denotaba, en modo alguno, la cualidad del exceso. Antes bien, se regodeaba en la filigrana tenue del detalle, sea cual fuere. Diría que, en su caso, era riguroso porque era minucioso. Su pensamiento y su método respondían al modelo científico, antes que a la matriz filosófica o literaria.

Presidía sus operaciones intelectuales un habito siempre inclinado a la demostración, donde, como dije al comienzo, el ambiente de aquella óptica y laboratorio paterno mucho hubo de aportar. De hecho, Alberto conservó varios de los minúsculos instrumentos de precisión, cristales sin cortar y hasta cuarzos en bruto.

Ese gusto por la exactitud podía conducirlo, a veces, a extremos de odioso contradictor, desplegando una ironía cercana al cinismo. Pero este rasgo no era en él ni una agresividad calculada, ni un móvil narcisista ni una infatuación, sino, tal vez, el herramental dialéctico de un temperamento que podía tener arranques de capricho infantil (su sentido del humor también tenía algo de infantil), pero que nunca sería mezquino ni mucho menos avieso. Eran precisamente éso: arranques, que venían cada tanto y duraban poco. Todos hemos sido testigos de alguno de ellos. Pero una vez pasados, volvía a su habitual talante, colmado de amabilidad y generosidad. En otras palabras, podríamos haber dicho, como Belisario Roldán ante la tumba de Mitre, «Sobre todo y ante todo, eras bueno…» Alberto era «bueno por naturaleza», como alguna vez lo definió Julio Cacciatore. Lo cual no equivale a decir que fuera perfecto. Al fin y al cabo, era humano.

Al multiplicarse en distintas instituciones oficiales, sus móviles fueron marcadamente patrióticos y constructivos. Recuerdo que una vez nos dijo, a Juan Martín Repetto y a mi, a propósito de un fulano que compartía tareas con nosotros: -Hay algunos funcionarios que sirven a las instituciones, y hay otros que vienen a servirse de sirven de las instituciones- Y ponía como ejemplos virtuosos de los primeros a Levene, a Udaondo, a Buschiazzo, y a Carlos Duchini, entre otros.

Bregaba por la consolidación de ámbitos científicos y de gestión pluralistas, serios y, a la vez, cordiales. Con Alberto, todos tenían una oportunidad.

Este sentido de construcción institucional quizá fue la razón por la cual no emigró fuera de la Argentina (pudiendo hacerlo con las facilidades de su soltería), sin que germinara en él la semilla de la culpa por no haber tomado el rumbo del exilio; ni mucho menos rumiaba las frustraciones rabiosas a que pudiera haberlo sometido su propio país. Y aunque ciertas injusticias le dolían, no estaba en su naturaleza el revanchismo. Solía repetir una frase que le había dicho el obispo Alejandro Schell : -Acostúmbrate a lidiar con el egoísmo del prójimo, no con su generosidad-

Sin duda, era consciente -y en privado lo admitía- de las mayores comodidades de que hubiera disfrutado, por ejemplo, en España, trabajando sin los apuros económicos de un intelectual pluriempleado, y publicando sus trabajos con mayor fluidez (no en vano, fundamos juntos, en 2006, la modesta y fugaz editorial Eustylos, para disponer de un catálogo propio).

Pero no abrigaba resentimientos de ninguna especie. Al contrario, diría yo que el estudio y la enseñanza de la historia argentina era el mejor tributo con el cual le pagaba a su patria: esa patria que él prefería recordar como recostada sobre un pasado de grandeza, ese país «ideal» jalonado por glorias pretéritas que debían inspirar algún género de superación colectiva. Su esperanza era el porvenir. No veía en el presente motivos de jactancia.

En este punto, la actitud de Alberto nos remite a la frase de Humboldt, citada por Goethe a propósito de Winckelmann: «A cierta distancia, en el pasado y alejado de la realidad cotidiana, solamente así debería aparecer ante nosotros el Mundo Antiguo…

Nur aus der Ferne…a cierta distancia…De tal guisa se recortaba la Argentina, ante los ojos de Alberto, con la objetividad de ese gran hallazgo visual que es la perspectiva. Pero, para preservar la distancia, para observar con la debida perspectiva, no necesitó emigrar, porque la distancia en juego era histórica, antes que física.

Otra nota que merece destacarse en su caso fue el recíproco dinamismo entre el «generalista» y el «especialista». Quiero significar con ello que su amplio panorama abarcativo, cinemascópico, no fue anulado ni malversado con la estrechez focal del especialista, sino, y viceversa, que su «especialismo» jamás empobreció la riqueza enciclopédica (vale decir, etimológicamente, «circular») de su cultura. Y ello quedaba muy de manifiesto, más que en sus escritos científicos, constreñidos por lo específico, en sus conversaciones multidireccionales. Otros amigos y amigas coincidirán, seguramente en este punto: aquellos diálogos fueron un privilegio.

¿Qué nos dejó? El legado

¿Es prematura ésta pregunta ? ¿Hemos de enunciar la respuesta, urgidos por el interrogante? ¿Tanta es la sensación de orfandad que su ausencia nos había provocado, que buscamos perentoriamente asirnos de algo más sólido que el solo recuerdo, y que podamos designar como «su legado»? ¿Disponemos de suficiente perspectiva para medir, pesar y contar su producción?

A menudo, en estos doce años, me han salido al cruce estas cuestiones. Y más de una vez he pensado que, quizá, el afecto, la admiración y el agradecimiento, que tantos de nosotros profesamos hacia Alberto en vida, podrían conducirnos a un punto donde fuera imposible escindir tales sentimientos de un juicio objetivo póstumo. ¿No es, pues, recomendable una epogé, una suspensión temporaria del juicio de la razón? Aún con este escrúpulo, mi convicción fue, casi desde el momento mismo de su muerte, que ya la balanza de su legado estaba inclinada a una ponderación, si bien provisoria entonces, bastante cercana a la inerrancia. Con el paso de los años, aquella impresión se ha consolidado en el ánimo de muchos de sus discípulos. Porque, sin duda, él hizo escuela.

Entre 1954 y 2003, inventarió en su curriculum vitae 294 publicaciones, 28 trabajos inéditos (luego publicados) y 150 conferencias. Pero el registro queda incompleto a causa de los últimos cinco años. Además, existen las decenas de miles de fichas que él confeccionaba con caligrafía de iluminador de códices y cuyo contenido podría dar lugar a trabajos con relativa autonomía. Y existen también sus conferencias, muy pocas de las cuales han sido transcriptas: la mayoría permanece esbozada en apuntes que utilizó como ayuda memoria o, simplemente, fueron palabras que desparramó el viento porque nadie las grabó.

¿Qué nos enseñó De Paula, en definitiva, a aquellos que enfilamos nuestros pasos hacia la investigación histórica en el marco de un paradigma heurístico?

Nos enseñó el valor del detalle, el método minucioso para alcanzar saberes rigurosos. Ya he mencionado este aspecto. Y aún sin ánimo de ser reiterativo, se me antoja que tan intenso, que tan marcado está en el desarrollo intelectual y en el ejercicio de las destrezas de Alberto, que fuerza es repetirlo. Cualquier operación, hasta la prosaica anotación en la agenda, la revestía del pulchrum de la minuciosidad, aquella cualidad de «parsimonia de los antiguos» que acuñó Montaigne.

Nos recordó, asimismo, el valor inagotable de las fuentes, como base documental de toda investigación seria. Era, sin duda, la herencia epistémica de Furlong y de Buschiazzo. Tanto las fuentes de archivos, como las fuentes periodísticas o la cita bibliográfica.

Nos demostró de qué modo la historia local, regional y comarcal (en todos sus aspectos: territorial, urbano, político, religioso,económico, social, estético etcétera) advienen como eslabones en la cadena de sentidos de una «gran» historia nacional. Porque, para él, «todo» era historia y porque en «lo local» hunde primariamente sus raíces cualquier búsqueda identitaria.

Esa escala regional e incluso comarcal la expresaba con el frecuente uso de conceptos tales como el pago, el partido, las suertes, las mercedes, los curatos, el ejido, los poblados. De esta manera, superaba con creces los límites administrativos-jurídicos que desde finales del siglo XIX y comienzos del XX constriñen a los territorios históricos.

De lo anterior se sigue la referencia geográfica previa, su atención propedéutica al medio físico donde ha de transcurrir la historia poblacional, el asiento humano y su impronta de cultura. Complementariamente, De Paula dibujaba su cartografía al ritmo lineal de la lectura de los documentos. Trasladaba a cartas, mapas, croquis y planos, el contenido textual de aquellas cesiones de mercedes de tierras y de aquellas escribanías antiguas, dando lugar, mediante la interpretación gráfica, a la representación cierta de polígonos bien demarcados, colindantes unos con otros o limitados por ríos y arroyos. Hizo la tarea más difícil y, en adelante, fuimos sus copistas.

Nos enseñó a buscar, detrás de las obras de arquitectura, grandes o pequeñas, públicas o privadas, a sus autores, ya fueran arquitectos, alarifes, ingenieros o modestos pero diestros albañiles. Para Alberto no había edificios anónimos, aunque sus autores estuvieran invisibilizados. De ahí, nuevamente, la base documental necesaria para abordar estos temas.

Finalmente, nos enseñó a mirar, a redescubir, a resemantziar con los ojos del presente, el patrimonio edificado de nuestro propio territorio. Se trata, tanto de ese patrimonio eminente y con apetencias de representación (un palacio municipal, un templo, una escuela, un hospital) como del patrimonio cotidiano que nos sale al paso en una vuelta a la manzana. La escala no era óbice para la ponderación, aplicando la misma regla y medida de rigurosidad y aprecio al objeto. Y los detalles eran motivo de atención: un pain de bois, una crestería, un capitel, un aldabón. Para Alberto, el todo y las partes eran las dos invariantes del mismo fenómeno. Pero las partes debían ser desmembradas ante el microscopio. De ahí que su método guardara simetrías con los procedimientos de análisis entomológico, químico o botánico.

Así aprendimos a mirar la arquitectura de nuestras ciudades, pueblos y barrios. Y a percatarnos de que, detrás de aquellos edificios que dábamos por sentado que siempre estuvieron allí, hubo una voluntad de forma como la llamaría Riegl, sin duda, pero más aún, hubo una voluntad de dejar la huella honorable de la cultura alcanzada y de una excelencia posible (hoy perdida) cifrada en la sentencia que le oyó pronunciar tantas a veces a Furlong (y que él nos repetía): -¡Oh los pueblos cultos!…- Cuando Alberto repetía la exclamación del viejo jesuita, lo hacía con la conciencia trágica de la pérdida, porque siempre supo (y nos lo advirtió) que todo patrimonio edificado es un eslabón vulnerable en la cadena de nuestra identidad.

Quizá allí esté condensada su lección definitiva : que si la excelencia es posible, entonces la memoria de los logros colectivos del pasado será, tarde o temprano, la agenda ineludible del futuro; y que la preservación de la herencia de nuestros mayores (plasmada en obras bellas y bien hechas, y en instituciones comunitarias duraderas) sigue siendo el compromiso ético que nuestra generación ha contraído con la posteridad.

Nacemos, pues, con ese deber infuso que Alberto S. J: de Paula se empeñó en cumplir casi como un mandato evangélico, en la medida de sus fuerzas físicas, intelectuales y morales.