La Avenida del Libertador, a la altura del 1900, se despliega en toda su amplitud y elegancia. Sobre ese escenario se erige un edificio que permite comprender por qué a Buenos Aires se le llama la Europa de América Latina. Se trata del Palacio Errázuriz , hoy convertido en el Museo Nacional de Arte Decorativo.
Su estructura remite a la «bella época» de la París más elegante. Su interior representa no solo el año en el que se terminó su construcción -1918- sino es el último aliento de un mundo que se terminaba para Matías Errázuriz y su esposa, Josefina de Alvear.
Él era el embajador chileno, ella, la heredera de las extensiones de tierras más importantes de la Argentina. Su matrimonio fue un importante acuerdo político, económico y social entre dos grandes familias. A principios del siglo pasado, la pareja y sus dos hijos, Mato y Josefina, se mudaron a París mientras Errázuriz cumplía con su cargo diplomático en Francia. Esa experiencia los llevaría a conocer a los artistas más importantes de la modernidad, a contribuir con su trabajo artístico y a coleccionar sus obras.
«Es como la serie Downton Abbey. Matías es protagonista de un cambio de época, es como un caballo surfeando dos olas. Por un lado un mundo que se acaba, que ya no es sustentable económica social y ambientalmente, y por el otro lado, otro mundo emergiendo que todavía no tenía la fuerza para ser masivo y popular democrático», explica a LA NACIÓN Martín Marcos, director del museo que hoy funciona en el palacio.
Para fines de la Primera Guerra Mundial, las grandes familias -y sus grandes mansiones- eran una rareza, un muestra de la opulencia que no puede sobrevivir en ese nuevo mundo. Pero los Errázuriz-Alvear intentaron conservar parte de ese mundo dentro de su propia casa, empezando por el palacio en sí mismo. Cuando surgió la idea de construir una casa en un lote que tenían sobre la avenida que antes se llamaba Alvear, en honor al abuelo de Josefina, la familia no sabía que se aproximaba el final de la alta burguesía tal como la había conocido.
Museo de Arte Decorativo: Tour – Fuente: Epic Media
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Para la titánica tarea, la familia contrató a René Sergent, el arquitecto estrella de las grandes mansiones particulares de la Belle Époque. Durante más de una década, Sergent dirigió la obra del Palacio Errázuriz desde París. «Lo que lo hacía tan exitoso era el dominio de estilos y proporciones magistrales que poseía. Además tenía una cantidad de decoradores trabajando para él, desde orfebres hasta artesanos de primerísimo nivel», detalla Marcos.
Una visita única
El Errázuriz es la única mansión de estas características en Buenos Aires que está abierta al público. Un edificio similar es el Palacio Bosch, también diseñado por René Sergent, que hoy funciona como la embajada de los Estados Unidos y no permite visitas en general. «El Museo Nacional de Arte Decorativo lo es por vocación y voluntad de Matías Errazuriz. Después de la muerte de Josefina de Alvear, él llega a un acuerdo con el Estado y vende la propiedad con una condición: el palacio tenía que convertirse en una casa museo y tenían que preservar su colección de arte».
Antes de que fuera casa museo, el palacio fue usado durante 9 años por la familia como sede de la embajada de Chile en Buenos Aires. Por sus habitaciones pasaron las autoridades más relevantes del mundo y se hicieron bailes y fiestas para las altas esferas de la sociedad porteña.
«El Palacio Errazuriz es un ejemplo muy destacado de la arquitectura neoclásica francesa de principios del siglo pasado. Es una casa que parece del siglo XVIII, pero con todo el confort del mundo moderno. Tenía electricidad, baños, ascensores, calefacción, una cantidad de elementos de confort que por supuesto no se encontraban en palacios como el de Versailles. Estas casas estaban diseñadas para la gran burguesía mundial del siglo XX. Sergent los incluía de una manera que no entorpeciera ni compitiera con el estilo», dice Marcos.
Lo interesante de ver el arte en una casa museo, es que los objetos están en los mismos espacios en los que los grandes coleccionistas mostraban su arte. «La magia es poder ver el arte en el marco de cómo se vivía, producía y legitimaba el arte en esa época», detalla el director del museo.
Entre el neoclasicismo y el eclecticismo
El palacio se comenzó a construir en 1911 y la gran inauguración fue en septiembre de 1918. Para llevar a cabo esta obra, Sergent convocó a herreros, artesanos de confianza e incluso envió a estuquistas italianos para recrear las hermosas paredes de todos los cuartos de la casa. La historia de su estilo responde a la moda de la alta burguesía mundial de su época: sus ojos estaban puestos en París.
«La moda era la arquitectura de los Borbones, es decir Luis XIV, Luis XV y Luis XVI. Para la familia borbónica, la arquitectura va a estar filtrada por el racionalismo francés y va a ser medida, no va a tener la exuberancia que puede tener en Italia. Además, va a estar orientada por las pautas clásicas: hay columnas, pero no hay mucho uso de bóveda. Entonces en los interiores, salvo el salón que se inspira en el siglo XV y el barroco, en la mayor parte de las decoraciones predomina el estilo Luis XVI que también es neoclásico», relata a LA NACIÓN Elida Masson, jefa de Extensión Cultural del Museo.
La fachada es neoclásica y está inspirada en un edificio que hoy es el Hotel de la Marina, en la emblemática Plaza de la Concordia de París. En la parte del jardín, Sergent tomó como referencia la fachada del Petit Trianon de Versalles, que es una construcción tardía de la época de Luis XV, muy utilizada por María Antonieta.
Por dentro, el palacio relata la historia de la arquitectura francesa en los cuatro cuartos de la planta baja. «La familia pensó una casa con salones de distintos estilos, hay una secuencia. Primero empieza con el siglo XVIII en la fachada, ingresás al primer salón y estás en el 1500, después pasás al 1600 y luego al 1700. Además para cada salón eligieron muebles, de acuerdo a la época que evoca cada salón, no solo respetaron el estilo decorativo», detalla Masson.
El Gran Hall es el salón más amplio de la residencia y el único con doble altura. En este salón se hacían todas las presentaciones importantes del palacio como embajada de Chile. ETiene características arquitectónicas y decorativas del Renacimiento, con grandes tapices de origen flamenco. El estilo puntual será del Tudor inglés de Enrique VIII.
El cielorraso imita al roble, pero es, en realidad, un trabajo realizado en estuco por artesanos italianos. Por encima las grandes vigas de hierro que sostienen la cubierta, cuelgan las cinco grandes arañas de bronce patinado copias de modelos flamencos renacentistas. Desde esa vista se puede observar la galería alta que comunica a los cuatro departamentos privados de la familia.
Otro salón distinguido es el salón de baile, que evoca los años de la Regencia Francesa a principios de 1700s, el período de transición entre el Barroco y el Rococó. Este cuarto es totalmente diferente al del Renacimient. El uso de una paleta de tonos claros, la luz y sus reflejos con los espejos, la generosidad del dorado y el predominio de las líneas curvas son recursos que impiden percibir con los límites del espacio real. «El salón de baile tiene una cosa genial. La inventa Luis XIV al reflejar la luz con los espejos. Tiene un sistema de arañas de caireles, con ventanas, contraventanas y espejos. Es mágico cuando el sol le pega a la mañana, es lo mismo que pasa en Versalles a la tarde», cuenta Marcos.
Según el director del museo, en esta casa todo parece ser otra cosa que no es. Pero al mismo tiempo que se terminaba de construir el palacio, la estética ornamental estaba siendo desterrada por la modernidad y su nueva concepción del mundo. Mientras que antes se empotraban espejos para ampliar las habitaciones y se hacían puertas trampa que no llevaban a ningún lado, la modernidad va a poner en duda la lógica de la apariencia y va a primar la honestidad con una arquitectura de líneas simples. «No hay muchas mansiones en París que estén a este nivel», explicó Marcos. Así, la gran obra del Palacio se convierte en uno de los últimos bastiones de un mundo que ya no podía existir y está a solo 20 minutos del centro, con entrada libre y gratuita, para todo aquel que lo quiera visitar.
Fotos : Santiago Cichero/AFV / LA NACION
Edición fotográfica: Fernanda Corbani