Lo votó la Legislatura. La mayoría fueron importados de Europa entre 1870 y 1930. Músicos y técnicos locales cuentan cómo funcionan.

Leonardo Petroni, al órgano del Colegio Nacional Buenos Aires, un instrumento con cientos de piezas que no están a la vista. Foto: David Fernández

El organista del Colegio Nacional Buenos Aires tiene 33 años y está en una habitación repleta de tubos verticales. Algunos son de metal, otros de madera. De boca cilíndrica o cuadrada. Muchos tienen el tamaño de un lápiz, varios el de un caño doméstico, otros se asemejan al grosor del tronco de un jacarandá. Suman 3.600. Un silbido suave los envuelve. “El aire circula por esta habitación pero, si no hay nadie en los teclados, no hay sonido. Al tocar una tecla, el aire sale por el tubo”, dice y extrae uno pequeño y estrecho de una plataforma, se lo lleva a la boca y ejemplifica: “si soplo, suena”. Así, mientras convierte su soplo en una nota de flauta, Leonardo Petroni muestra el funcionamiento del órgano: una maquinaria que genera música a través de la expulsión de aire.

En la Ciudad de Buenos Aires hay alrededor de cien órganos musicales, 72 fueron declarados bienes pertenecientes al Patrimonio Histórico y Cultural de Buenos Aires. El nombramiento lo hizo la Legislatura porteña en una sesión reciente. El órgano del Nacional Buenos Aires integra la lista de aquellos que serán protegidos por el Estado. Es el único que está afuera de un templo. También uno de los pocos que tiene la consola -con los teclados y la pedalera- separada de la caja del órgano. Desde una butaca marrón del Aula Magna del Colegio hay que girar la cabeza hacia atrás y mirar hacia arriba para encontrar la fachada del instrumento. Detrás están los tubos, los fuelles, las válvulas, el motor, las llaves, las placas y las cientos de piezas que no ve el público. Abajo, a nivel del auditorio, está la consola desde donde el organista controla los movimientos, que mediante órdenes eléctricas, primero, y mecánicas, después, generan el sonido.

Historias detrás de los sonidos porteños: protegen 72 órganos de iglesias y colegios

En las alturas, desde la habitación de los tubos, sale la música que llena el Aula Magna del Colegio Nacional Buenos Aires. Foto: David Fernández

 

“Allá -Petroni señala al fondo de la habitación- hay tubos de madera doblados. En lugar de seguir para arriba se decidió doblarlos porque el techo está muy bajo. Creemos que la caja del órgano fue montada en un aula y tuvieron que adaptarse a estas dimensiones. Allá -vuelve a señalar, esta vez hacia su izquierda- hay una ventana tapiada”. La habitación está contigua al Departamento de Geografía. Una puerta angosta es la vía de acceso. Le sigue un pasillo flanqueado por tubos de madera de cinco metros. Después el camino sigue hacia arriba. Con mayor o menor gracia así: se apoya un pie en un fuelle y otro en un descanso para subir a un entrepiso, con más tubos; se gatea hasta la abertura de un tercer piso; se sale por el hueco y se recupera la posición erguida. Desde ahí, a casi 16 metros de altura, a través de los tubos de todos los tamaños, se ve el interior del Aula Magna. Y el que se anime puede seguir trepando: una huella de zapatilla quedó sellada en el polvo de una bandeja ubicada por encima de la vista. Pertenece al organero, la persona encargada de mantener, afinar y restaurar esta estructura monstruosa.Espacio Publicitario

 Petroni llegó al órgano alemán Laukhuff con 28 años, en 2012. Egresado del Conservatorio Manuel de Falla y licenciado en Artes Musicales del por entonces IUNA, empezó a tocar el piano a los cinco y pasó al órgano en la adolescencia, época en la que recorría iglesias para ofrecer su música en misas y celebraciones a cambio de que le dejasen aprender y practicar. “Un órgano no es un instrumento que tenés en tu casa o encontrás en lo de algún conocido”, dice. Además de tocar el Himno Nacional o la Marcha de San Lorenzo en los actos escolares, es el profesor de órgano del Colegio. Hoy a la puerta del Aula Magna espera una chica para anotarse al taller. Horas más tarde, irrumpe uno de sus alumnos con partituras en una mano y la manija de la mochila en la otra. “Se acercan por curiosidad. Es un instrumento que llama la atención. Algunos ni siquiera saben desde dónde se toca o de dónde viene el sonido”. “Tampoco -sigue- imaginan su versatilidad. Acá se toca desde repertorio clásico hasta bandas de sonido de películas y videojuegos”.
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La consola del órgano del Colegio Nacional Buenos Aires tiene cuatro teclados, 53 registros y una pedalera. Debajo del banco del organista hay

Los órganos elegidos por la Legislatura fueron instalados en la Ciudad entre 1870 y 1930. “Son pocos los que datan del siglo XVIII y excepcionales los que pertenecen a la segunda mitad del siglo XX”, dice el proyecto de la ley, que fue impulsado por el Ejecutivo porteño. La mayoría de los instrumentos provienen de Europa, en especial de Francia, Alemania, Italia y Gran Bretaña. Cada órgano es un paradigma único, que ilustra sobre la vida, la cultura, las ideas y los productos que llegaron a las costas del Río de la Plata.

La Basílica del Santísimo Sacramento, sobre la calle San Martín, en Retiro, es una obra monumental con ángeles esculpidos en mármol blanco, columnas de ónix, mosaicos venecianos, oro francés y un órgano encargado en 1912 por Mercedes Castellanos de Anchorena a la casa Mutin Cavaillé-Coll, de París. Los números de esa ingeniería musical abruman: tiene 4980 tubos de estaño y plomo, pino y zinc, 73 registros (tubos agrupados por familia), cuatro teclados manuales y una pedalera. “Es el Cavaillé-Coll más grande del mundo fuera de Francia”, dice Tomás Alfaro, de 32 años, uno de los tres organistas de la Basílica. Sabe que su afirmación es un certificado de calidad, una garantía tan importante como las manos de Martha Argerich sobre el piano o las indicaciones de Daniel Barenboim frente a una orquesta.

El tamaño jurásico del órgano tiene dos impedimentos: uno acústico y otro físico. La mayoría de las iglesias de Buenos Aires son muy grandes y el órgano chico. Acá ocurre lo contrario. El poder sonoro sobra. Y en lo físico, las dimensiones reducidas obligaron a comprimir la caja del órgano en tres niveles. Hay tubos casi inaccesibles, cubiertos de polvo asentado, a los que se llega si alguien desmantela una parte del instrumento.

“La consola está pegada al órgano. Pero no me aturde. La salida del sonido empieza en un nivel que está por arriba de mi cabeza. La música pasa por encima de mí”, dice Alfaro e intenta ponerle definición al sonido del Cavaillé-Coll: “redondo, profundo, con cuerpo, siempre terminado, sin bordes filosos”. Puede ser más exacto: “El órgano es una orquesta dúctil y de enorme calidad. Sin estridencias. Podés improvisar una obra con sonoridades etéreas, sutiles o afelpadas y llevarla a sonidos monumentales. La transición es perfecta”.

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El órgano mayor de la Catedral tiene 36 registros y 2900 tubos de madera y metal. Sus voces lo hacen apto para la interpretación de música romántica

 

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La consola del órgano mayor de la Catedral tiene tres teclados manuales y 27 pedales. Data de 1871. Foto: Jorge Sanchez

El repertorio en la Basílica va desde literatura de compositores que se dedicaron a hacer música para liturgia, piezas clásicas y obras de Mozart, Beethoven o Bach, interpretadas en especial en casamientos. “Es un órgano que se usa mucho. La última vez que se lo restauró en profundidad fue en 1983, cuando se modernizó el sistema de transmisión y se cambió la consola. Desde entonces se hacen trabajos de mantenimiento, uno por cada cambio de estación: al variar la temperatura del aire dentro del tubo, se altera la afinación, o sea la frecuencia a la que el tubo suena”, explica Alejandro Galli, una de las manos que conserva las piezas móviles que cien años atrás diseñaron los constructores y artesanos franceses. Ser técnico organero incluye ser un poco electricista, carpintero, ingeniero electrónico y tener oído musical entrenado.

Cuando Enrique Rimoldi afina los cuatro órganos de la Catedral Metropolitana de Buenos Aires lleva un gesto serio, grave. “Es la responsabilidad de dar el tono. Se necesita silencio, hay que escuchar el comportamiento de las ondas y hay que hacerlo bien”, dice. Tiene 35 años como organista y organero. En este tiempo sacó notas al instrumento principal, de 2900 tubos, construido por la casa alemana Walcker en 1871; y al colonial, de fines del siglo XVIII del que se desconoce su constructor, aunque se le asigna un origen español con características flamencas. También construyó dos órganos, el positivo y de coro, que se usan para aliviar la carga de los centenarios. “Al afinar o construir siento algo especial. Es una creación que sale de pedazos de madera y metal, una especie de criatura que tiene cierta alma porque suena”, dice. Cree en la profundidad del oído, el primer sentido que se activa antes de nacer. «Es un arte que no se ve, por eso tiene tanta relación con lo espiritual».

 

Fuente: Clarín ARQ