por Verónica Gabriela Meo Laos

veronica.meolaos@gmail.com

 


Todo lo que hacemos tiene lugar, nuestras acciones se territorializan en el espacio. Para apropiarnos de él, para reconocerlo como propio y reconocernos en él le ponemos un nombre, un topónimo y, de ese modo, el espacio pasa a ser nuestro espacio habitado.

La plaza es un espacio habitado, generalmente, por niños y por sus adultos cuidadores. Sin duda es un espacio acordado para ser lúdico y preparado para tal fin. Allí, gracias al uso y a la inagotable imaginación, en algunas plazas aún es posible encontrar tambores de metal pendientes de cuatro cadenas que, en su bamboleo horizontal, remiten a imaginarias cabalgaduras metálicas. O las hamacas, el lugar por excelencia hacia donde los niños corren para elevarse hasta alturas que intenten desafiar los límites impuestos por las estructuras. Y en cada risa y, con cada vaivén, el cielo está cada vez más cerca. ¿Quién, alguna vez,  no tuvo miedo de que por haber llegado tan arriba se le fuera a  dar vuelta la hamaca?

 

El lugar que el niño elige para posicionarse en el espacio nos sirve para darle sentido a sus acciones, afirma Daniel Camels. Sin lugar a dudas, el lugar de las hamacas es el sitio al que  los niños van corriendo una vez que pisan la plaza. Allí y en el suelo del arenero, los niños y nosotros los adultos cuando lo fuimos, vivimos instantes felices.

 

Si la memoria se asocia a los lugares, porque  en sí misma no lo tiene, la plaza es el lugar per se de los juegos al aire libre, de la infancia, de la alegría en el encuentro con los otros. En otras palabras, es el lugar donde la gente, chicos y grandes, se mueven en un espacio de libertad y, por eso, son felices. El recuerdo de una plaza habitada es un recuerdo feliz, lleno de aromas a infancia, música de calesitas y árboles poblados de aves.

 

Una plaza vacía  suele estarlo  porque cae la tarde y es hora de regresar a las casas porque se acerca la noche. Por eso una plaza vacía espera volver a poblarseal día siguiente. Todos los días es así, excepto en estos tiempos de pandemia y aislamiento social obligatorio. En este domingo forzoso y sin tiempo, la plaza del pueblo pasó de ser  el lugar de los juegos a ser tan sólo un espacio de tránsito permanentemente despoblado.

 

Aun cuando en lo social nada es natural, a la fuerza hemos naturalizado que en la plaza, hasta que todo esto pase, ya  no se juega. No obstante, si tomamos distancia de lo que ya no vemos porque forma parte de nuestra cotidianidad impuesta, podemos redescubrir con asombro, nuestros nuevos paisajes. Así, la imagen de las hamacas enroscadas y encintadas para prohibir el acceso a ese espacio lúdico se vuelve una metáfora dolorosa de la ausencia. Ya no se trata de una hamaca vacía sino de una hamaca prohibida, un espacio de juego y felicidad infantil vedado. En pos del cuidado de la salud, se prohíbe la libertad y la alegría.

 

Es cierto que hoy día los niños están muy pegados a los dispositivos electrónicos. Sin embargo, no estamos hechos para estar quietos frente a una pantalla. Sabemos que sólo los desplazamientos permiten a los sistemas vestibulares y articulares experimentar cambios de dirección distintos de las inclinaciones pasivas. Mientras nos acostumbramos al encierro necesario para evitar el contagio, otros padecimientos van desarrollándose silenciosos ante una realidad forzosa de la que nada sabíamos y con la que vamos aprendiendo día tras día, con los ojos secos por las horas frente a la pantalla del ordenador, el sueño cambiado y rutinas anómalas.

 

Dicen que el espacio vacío es una tentación para el deseo.‘No cabe duda de que estamos en el umbral de un mundo desopilante que excede toda imaginación, escribió en 2018 poco antes de morir, un humanista que tuve el privilegio de conocer; Jorge B. Mosqueira. Y recomendó no asustarse, sino más bien prepararse. “Porque siempre quedará la nostalgia sobre las miradas y las caricias, aquellas arcaicas costumbres humanas”.

 

Hasta que vuelvan a liberarse las hamacas, por ahora, nos queda la nostalgia.

 

 

Prohibido hamacarse

 

Eugenia Páez

 

Ni la más atrevida acuarela

pensó poner mudas las hamacas

y una cinta que las asfixia

callando la algarabía,

a la buena de Dios

como mandato divino

entre arenales,

las quieren silenciadas,

a ellas,

la de los juegos primeros

y la memoria las trae a la vida

aunque estén suspendidas,

esbeltas, hacen notar su presencia,

cantando al viento

con lluvia o sol ardiente,

volviendo a rechinar

la santa felicidad.

Tres ángeles la custodian,

un ángel con alas de abuelo,

otro con pies de niño

y uno más con corazón de joven.

Sentenciadas como peligro

tienen un único paraíso,

dan aleteos, llevándote

a mirar el cielo.

Fueron cambiando los juegos

pero el tiempo

no logra borrar las marcas

entre rodillas y corazones sedientos.

Hamacaron chicos y grandes,

hamacaron la cuadra,

hamacaron a todo un pueblo

regalando nubes

a cambio de blancos jazmines.

Silencio.

Quietud.

¿Quién tiene coronita?

El periódico titula

una belleza que crece en la pantalla,

y allí de pronto

en el jardín de todos,

siguen floreciendo,

un par de hamacas .