Por Carlos Hilger y Oscar Andrés De Masi
Entre el patrimonio como legado identitario y el patrimonio como frivolidad
El patrimonio arquitéctonico y urbano se ha puesto de moda. Y como toda moda, reúne, lo mismo que en la vidriera de los cambalaches, a una cantidad de especialistas, seudoespecialistas, diletantes, curiosos, habladores, bloggers, vendedores de servicios de restauración y puesta en valor, y consumidores compulsivos de redes socales. Todo el mundo (y en especial una nueva camada de periodistas y opinadores) habla del patrimonio como si todos los edificios fueran patrimoniales por alguna razón. Esta creciente frivolidad en el tratamiento de un asunto de suyo delicado (porque toda apelación a la memoria identitaria de una comunidad es delicada) trae al escenario a ciertos bienes que siempre estuvieron allí, pero que ahora vienen a postular valores supuestamente ejemplares y paradigmáticos que aconsejan la preservación de su materialidad y un relato aureolado y épico de su historia. La tilinguería no tiene perímetros y, alentada por los buhoneros de novedades banales, siempre encontrará motivos de asombro ante lo obvio y acicates para un entusiasmo espasmódico, caprichoso y sin sentido crítico.
Uno de estos casos de última generación es la trouvaille mediática del “chalet” emplazado sobre una azotea cercana al Obelisco y visible desde la avenida 9 de Julio. Como no podía ser de otra manera, fue declarado “patrimonio de la Ciudad” hace unos años y, por ende, habrá quedado exento de ciertas cargas impositivas. Según la narrativa casquivana que abunda en la materia, se trataría de una maravilla redescubierta del patrimonio argentino, uno de los edificios “míticos” de la ciudad, el reflejo del “sueño de un inmigrate laborioso”, un “mirador privilegiado” del paisaje urbano (como si no bastara una simple azotea para asomarse a mirar…) y otras hiperbólicas lindezas.
Pero lo que nadie menciona es que, a la vez, se trata de una lección palmaria de esa inveterada costumbre de infringir las normas urbanísticas o de procurar excepciones creadoras de anomalías y situaciones distorsivas en la edilicia. Así, en medio de la algarabía y el sonar de crótalos y panderetas que ha despertado recientemente el “chalet” en algunos medios de prensa , lamentamos ofrecer una nota disonante. Pero, en fin, como en la tragedia griega, alguien tiene que cargar con el peso de pronunciar la verdad.
La normativa urbanística atropellada, para lograr un pobre resultado arquitectónico
Digamos de entrada que, al parecer, habría sido construido sin ninguna presentación administrativa ante la Municipalidad para su aprobación. Para que se entienda bien, ese simpático “chalet” que intrusiona el remate del edificio ubicado en Sarmiento al 1113, casi esquina Cerrito (la antigua mueblería y tapicería Díaz) no cumple con el Código Municipal de su época, ya que viola el Factor de Ocupación del Suelo (FOS), excediendo en mucho la capacidad de metros cuadrados permitidos para esa zona; violando también la altura máxima permitida, e incluso la tangente de retiro obligatorio, ya que su techo sobresale a la misma. Todo ello, además de provocar una disrupción en el lenguaje, las texturas, la paleta de color y las volumetrías inmediatas de su entorno, lo que hoy llamaríamos la “amortiguación visual”.
Se trata de una colección de excepciones que obtienen como resultado urbano un simple adefesio (y quien ignore el significado de la palabra, acuda por favor al Diccionario) construido contrariando las características morfológicas y urbanísticas propias y permitidas en la zona central, con la introducción de una tipología de “chalet” pintoresquista de referencias normandas y suburbanas, impostado sobre un edificio de sobrias marcas académicas que, de acuerdo a la lógica proyectual, debería culminar con su mansarda de pizarra negro arratonado (una tipología muy característica del área Down Town) en vez de ese estrafalario y llamativo bonete con cubiertas de tejas, dotado de una modesta by-window, y exhibiendo la armadura del pain de bois en su frontón.
Porque, más allá de su extravagancia, el “chalet” no ofrece notas destacables en su aspecto, categóricamente facsimilar respecto de otros miles de su misma tipología que vino a popularizar el ferrocarril y la práctica del ocio veraniego fuera de Buenos Aires; ni descuella por sus galanuras estilísticas, ni por sus aciertos compositivos, ni por sus detalles ornamentales (de los cuales carece en absoluto). Ni siquiera conocemos quien fue su autor, como para, al menos, justificar en una firma de renombre la sobrecalificación de sus escasos méritos arquitectónicos.
Uno de los autores de este articulo puede traer a la memoria una anécdota personal, que ocurrió hace muchos años. Al volante de su auto, al girar desde Carlos Pellegrini hacia Corrientes, frente al Obelisco, preguntó a Alberto de Paula, quien era su acompañante, acerca del “chalet” ( al cual denominó, en sorna y en latín “domus in excelsis”). De Paula (que como historiador y patrimonialista no hacía concesiones a la frivolidad) respondió con el laconismo de una palabra esdrújula de cuatro sílabas. Dijo: -“Ridículo…”- Le recordé entonces, como para seguir la broma, que en latín, “ridículo” significaba que algo mueve a risa. Y respondió con otras cuatro sílabas: -“Justamente…”- No hacía falta que agregara nada más para certificar que su autoridad intelectual venía a ratificar mi propia percepcion, aunque bastante juvenil, de aquel fenómeno.
Y hablando de “ridículo”, no podríamos, en este punto, dejar de recordar que el motivo por el cual fueron derribados los campanarios barrocos del Panteón de Agripa fue, precisamente, porque “ridiculizaban” el edificio romano: no le importó entonces al arquitecto restaurador Gaetano Moretti, en 1893, ni siquiera el hecho de que aquellas torres advenedizas y absurdas como “orejas de burro” fueran obra de Bernini.
¿La singularidad como valor individual y autosuficiente?
Toda acción de tutela y preservación ejecutada sobre un edificio histórico debe basarse en un juicio axiológico que aporte el necesario fundamento técnico para movilizar las energías sociales y justificar los estímulos gubernamentales (por ejemplo, las exenciones de impuestos).
En el ambiente del Patrimonio aqruitectónico solía hablarse de valores históricos, estéticos, simbólicos, paisajísticos, visuales, de conjunto etcétera, como parte de una matriz compleja de análisis. Y también se contempaba el llamado “grado de rareza” de tal o cual edificio. A simple vista, podría pensarse que el “chalet” del señor Díaz asume este último concepto. Ciertamente, es raro verlo allí arriba.
Sin embargo, esta ponderación ¿podría atribuirse a un caso aislado, construido por capricho y en infracción a las normas? ¿podría predicarse como valor individual y autosuficiente, sin entrar en diálogo y equilibrarse con otros parámetros?
En general, la disciplina patrimonial ha sostenido que la “rareza” de un edificio se deriva de su nota de exclusividad o de escasez como ejemplo epocal, de la singualridad de su estilo o su función, o de la soledad del ejemplar en la producción del autor. Vale decir que se establece una relación entre esa marca de singularidad tanto con la época de su construcción, como en relación con la cuantía supérstite actual de aquellos especímenes. En cualquie caso, lo que el principio procura es el resguardo de modelos que representen una tipología ya escasa o desaparecida. Lo cual no se verifica en la tipología del chalet pintoresco de referencias normandas, abundante en cantidades inconmensurables en todo el país.
La evalución de estos indicadores no opera en forma aislada ni se agota en uno solo de ellos: al contrario, concurre un conjunto de ponderaciones susceptibles, en cada ítem, de una mayor o menor cuantificación.
En suma, la mera rareza de un edificio, despojada de atributos relevantes de tipo histórico, estético o autoral, no parece una medida suficiente para privilegiar un inmueble con el rótulo de “bien patrimonial” y, mucho menos, concederle honores, visibilidades, ventajas fiscales y otras tutelas y asistencias que convoquen el interés social o la gestión gubernamental, y, mucho menos, eventuales asistencias financieras solventadas con recursos públicos. El Patrimonio arquitectónico no es un circo victoriano de fenómenos extraordinarios porque, insistimos, atañe a un asunto de la mayor seriedad, que es la identidad colectiva y la valiosidad de su construcción social; y a un aspecto de la sensibilidad humana (que es la estética de la ciudad) que no puede someterse a plebiscitos populistas, sino a reglas ordenadoras del gusto. Tomando a préstamo una comparación que planteó Umberto Eco (a propósito de la iluminación “a lo Disney” del castillo Sforza): no hace falta darle a la gente el edificio (o la situación urbanística) que querría, sino enseñarle a la gente qué castillo (o ciudad) debería querer…Esta función educativa es misión de los arquitectos, los urbanistas y de los patrimonialistas responsables, pero también, quizá, de los periodistas.
El lado B de una anomalía edulcorada
El cronista de la historia citadina de Buenos Aires, Germinal Nogués (1936-2004) , (que cumplió una meritoria actuación en el Programa de Revitalización de la Avenida de Mayo), sostuvo en su libro y en sus programas televisivos (ambos denominados “Buenos Aires, Ciudad Secreta”), que aquella construcción infractora habría sido la consecuencia de una apuesta que realizó el señor Rafael Díaz, al asegurar que “construiría un chalet sobre la terraza de su edificio “. No podríamos ratificar la exactitud de esta versión. Pero, si se trató en verdad de una apuesta, debía ser ganada a costa de soslayar las normas vigentes. La hipotética “ganancia” vino a resultar una pérdida caricaturesca de armonía estética para la ciudad, pese a que ahora se pretenda presentar el caso como una especie de tesoro escondido que aguardaba su momento.
Aunque esta leyenda o historia urbana la popularizó Nogués en su libro, era conocida desde los años de 1940 e incluso hasta avanzados los de 1970. El empresario mueblero Rafael Díaz, que falleció en el año 1968, había sido a la vez muy talentoso y muy precursor en materia de marketing de su negocio, tomando una sagaz ventaja de la rareza del “chalet” como recurso publicitario.
En principio, el edículo, construido en 1927, estaba relativamente oculto, pero quedó en evidencia a raiz de la inauguración del primer tramo de la avenida 9 de Julio, en 1937. Luego y durante muchos años permaneció solapado detrás de los carteles gigantes y luminosos de la “avenida más ancha del mundo”, en ese enclave que muchos estimaban como el Brodway porteño.
Un “chalet” al mejor estilo marplatense o de los alrededores de la Capital (podría estar tanto en Banfield como en Olivos, en Hurlingham como en Martínez, en Temperley como en Acassuso), pero ubicado en la terraza de una de esas construcciones clasicistas que bordean la avenida 9 de Julio, que constriñen agradablemente su altura de cornisamiento, y que, en su escala edilicia de antaño, orlaban de equilibrado contorno al Icóno porteño par excellence, el “Obelisco”.
¿Qué hace allí esa casita?, se pregunta el observador curioso. Y la única respuesta sensata sería decir que simboliza esa mala praxis de buscar excepciones a las normas urbanísticas y alterar el equilibrio del paisaje urbano, al impulso de un capricho y disponiendo de los recursos que provee el dinero. No parece un norte conciliable con la ética comunitaria que enseñaríamos a nuestros hijos. ¿O si?
Actualmente los descendientes del propietario original estarían intentando transformarlo en un “Centro Cultural”, con el aval de asociaciones de arquitectos y algunas ONG dedicadas a la protección patrimonial. ¿Resistirá esa azotea y sus accesos un uso de tales características? ¿se le dispensarán ventajas impositivas extra?
Sólo cabe interrogarse acerca del tipo de “cultura” que resultaría consistente con el guión de ese “espacio cultural”. Más allá de los innegables logros comerciales y empresarios del señor Díaz, ciertamente su chalet en las nubes porteñas no vendría a honrar ni la cultura del respeto a la ley, ni una cultura del planeamiento de las ciudades donde la arquitectura individual sintonice con la armonía del conjunto urbano, en áreas de valor patrimonial. ¿Cómo podría, entonces, ser tenido como un ejemplo valioso?
Como el resto de las construcciones inmateriales-sociales que aspiran a mejorar la calidad de una comunidad y a permanecer como legado, el patrimonio también está alcanzado por el imperativo de la ética y la ejemplaridad, antes que por la histeria del cholulismo.