Fue construido por un mueblero español hace 90 años. Los misterios que esconde.
Escribe Miguel Frías
(CABA) Los porteños canchereamos con que tenemos la avenida más ancha del mundo, aunque el Guinness nos haya mojado la oreja en el 2006 al bajar a la 9 de Julio del libro de los récords y poner en su lugar al Eje Monumental de Brasilia (250 metros contra 140, supuestamente). Pero momento, que el ego no decaiga. Parémonos junto al Obelisco, miremos hacia arriba, en dirección a Sarmiento y Cerrito, y, tras agradecerle a Dios por ser argentino, notemos que siempre hay un motivo de alarde. Ahí está. Ahí, recortado sobre el cielo. Ahí, desde hace noventa años exactos. A ver: ¿qué megalópolis tiene, en pleno centro, un chalet de dos plantas más desván construido sobre la terraza de un edificio de nueve pisos, eh? Que nos responda el mundo de las conjuras antiargentinas.
La obra no fue idea de un Gaudí criollo ni de un artista megalómano y sofisticado con pretensión de inmortalidad. Fue de un mueblero valenciano que quería dormir la siesta. ¿Cómo? Vayamos hacia atrás, hasta finales del siglo XIX: Rafael Díaz, joven inmigrante que había trabajado de mozo, era vendedor en una mercería de la calle Chacabuco. Trabajaba todo el día y dormía junto al mostrador del negocio o sobre él. Hasta que su jefe lo alentó a lo jefe, con promesas de mejoras en el más allá: “Usted va a ir al paraíso, Rafael, usted tiene un chalecito reservado en el cielo”.
Díaz se lo tomó en serio, pero no esperó ayuda divina post mortem. Fue por la opción terrenal: decidió escalar la pirámide social, en épocas en que esas hazañas eran posibles. Lo logró. Se convirtió en el dueño de una mueblería que ocupaba el edificio de Sarmiento 1113/17, también de él. En 1927, la frutilla del postre: inauguró un chalet –similar a uno que había visto en la Mar del Plata de la belle époque– construido en la azotea o, para que suene más glamoroso, en la cima: dos plantas (más de 200 metros cuadrados) y altillo. Un chalet algo raro, sobre todo por su ubicación. Las razones son prosaicas: Díaz vivía en Banfield y viajaba en tren hasta el centro todos los días; no podía volver a su casa cada mediodía para comer y tirarse un rato. En el chalet, su segundo hogar, pudo almorzar y dormir la siesta. Por las noches, volvía a Banfield en tren.
Más: le instaló un cartelón que decía Muebles Díaz: excelente publicidad en la altura. Más: en 1929 compró una antena de radio y, a través de la frecuencia 630 del dial, lanzó LOK Radio Muebles Díaz. Desde el chalet, emitía promociones del negocio alternadas con música (cuando la radiofusión se reguló, esa frecuencia pasó a ser la de Radio Rivadavia). Más: los cambios urbanos lo favorecieron: desde allá arriba, vio cómo, en 1936, a apenas 100 metros, se irguió el Obelisco, y cómo en 1937 se inauguró el primer tramo, 500 metros, de la 9 de Julio. Crecía la ciudad y también su negocio, a través de ventas a crédito, por catálogo, a todo el país. En los ‘40 y ‘50, “Muebles Díaz, la casa del chalecito” llegó a ser una de las mayores de América Latina. Su dueño compró propiedades en Buenos Aires y Mar del Plata. El sueño (sud)americano estaba cumplido.
Nueve décadas después de su inauguración, aquel chalet –declarado en 2014 patrimonio cultural de la Ciudad de Buenos Aires, por lo que no puede ser modificado sin previa intervención de la Secretaría de Cultura– está rodeado de misterio. Los carteles publicitarios, (no de la mueblería, que ya no existe) lo tapan parcialmente, si uno intenta mirarlo desde la calle. La entrada está prohibida, incluso para arquitectos o investigadores extranjeros que quieren conocerlo por dentro. Los herederos de Díaz dirimen en la Justicia qué porcentaje de la propiedad le corresponde a cada uno y, por el momento, una de ellos lo usa como una suerte de estudio/oficina. Cada piso del edificio (que sigue perteneciendo a la familia y que no está subdividido) tiene 800 metros cuadrados y es alquilado a firmas importantes. El precio ronda los 120.000 pesos mensuales.
En la entrada de Sarmiento 1113 hay personal de seguridad y, en la planta baja, una administración que niega cortésmente la información y el paso. Por si algún lanzado intenta subir hasta el chalet pese a todo, el ascensor sólo llega hasta el noveno piso: para alcanzar el décimo es necesario saber una clave y tener una tarjeta. En los últimos años, cuando el acceso ya estaba vedado, se dieron las siguientes situaciones:
1) Unos documentalistas suecos quisieron hacer una película sobre el chalet e intentaron negociar, como fuera, la entrada. No lo consiguieron.
2) Un canal de noticias intentó apostarse ahí durante el Mundial 2014, el día de la final Argentina-Alemania, para transmitir los festejos… que nunca ocurrieron. Otro permiso denegado.
3) Una compañía aérea extranjera ofreció “un cheque en blanco” para hacer un festejo de fin de año con su cúpula jerárquica. Nada.
Muchos argentinos ignoran la existencia del chalet, nueve pisos arriba del hipertenso corazón porteño. Muchos extranjeros imaginan, antes de verlo, que es puro realismo mágico sudaca. Si uno se para en Plaza de la República notará que, cada tanto, alguien le saca una foto (con gran riesgo de que le arrebaten la cámara o el teléfono, como comprobó el autor de esta nota). Esa perspectiva da la falsa idea de que el chalet está sobre un edificio estilo francés de los años ‘20, cuya construcción original tenía seis pisos, a los que se les agregaron cinco. Ahí funciona el Park Silver Obelisco Hotel. Pero el chalet no está en la cúspide de ese edificio de Cerrito sino del de la vuelta, sobre Sarmiento.
“El ‘chalecito’ es de estilo normando, aunque un poco lavado por la quita de las falsas vigas que aparecen en algunas fotos antiguas –explica el arquitecto Víctor Bepo Peralta–. Las tejas francesas en la cubierta, poco comunes en ese estilo, pueden obedecer tanto a la economía de materiales, que demandaría la altura de la construcción y el peso de la estructura, como al pintoresquismo de la época, muy común en las contrucciones veraniegas de Mar del Plata. A esto último responden los bow windows de planta baja y primer piso, y las ventanas de medio punto con vivos de ladrillo vista. Considero que, más que la muestra acabada de un estilo arquitectónico, esta construcción representa las ganas de vivir confortablemente de un tipo que supo hacerse la plata trabajando, haciéndose hacer un chalet grande, sin espamento ni intención de mostrarlo”.
En los ‘60, Díaz sufrió un ACV que lo confinó a una silla de ruedas. Como podía, usando una sola mano, siguió trabajando en el diseño y construcción de sus muebles. Murió en 1968. En los ‘70, el edificio fue alquilado, de a pisos o semipisos, a grandes firmas. El chalecito funcionó, en algún momento, como estudio de un fotógrafo profesional. Y en los ‘80, aunque suene increíble, fue comedor de las empresas que alquilaban en el edificio. Los años fueron sumando enigmas.
Peralta, que se define como un “amante irrestricto de Buenos Aires”, comenta: “Sobre el edificio de avenida Santa Fe 980, casi esquina Carlos Pellegrini, hay otro chalet sobre una azotea. Otra de las joyitas de la ciudad, otra rareza”. Y, sobre el de los Díaz, opina: “Diez años después de su construcción, la locura urbanística de algún trasnochado funcionario porteño demolió las manzanas que iban de Cerrito a Carlos Pellegrini y, de la noche a la mañana, en un enorme escenario que de ahí en adelante se llamaría 9 de Julio, se abrió el telón para que apareciera como primer actor de la compañía el ‘chalecito’. Un hecho fortuito lo transformó, mágicamente, en un hito urbano que ahora cumple 90 años”. NR
Fuente: Clarín