Texto: Giancarlo De Carlo

Traducción: Arq. Dante Fiorenza –fiorenzadante@gmail.com


En ocasión de su visita a las excavaciones en Olimpia Giancarlo De Carlo escribió una nota titulada Apuntes de un breve viaje en Morea. Se trata de un texto muy conocido y apreciado por arquitectos y escuelas de arquitectura en todo el mundo: emergen los temas fundamentales muy presentes en el pensamiento decarliano: la relación entre arquitectura y naturaleza, los peligros de una arquitectura autónoma respecto a la cultura y la sociedad; para De Carlo no solo la arquitectura sino también la cultura deberían ser “estratificadas” o sea con la coexistencia de voces diferentes, integradas e inclusivas. Legendaria su experiencia de lectura de las ruinas!, donde se ve que el escritor no es menor al arquitecto. Por estas razones he traducido el texto, seguramente inédito en español.

Buena lectura!

Arq. Dante Fiorenza

 

En el siglo I antes de Cristo, los escritores griegos escribían en latín, aunque su lengua materna se seguía hablando en Grecia y naturalmente en los sectores cultos de la variada sociedad romana. En el siglo II después de Cristo, por impulso de Adriano, el griego escrito había vuelto a estar en auge. Pausania, Arriano, Galeno, Appiano de Alejandría y muchos otros escritores de relieve lo habían retomado para contar viajes, describir ciudades y pueblos lejanos, reconstruir hechos históricos, resolver problemas de astronomía y geometría y describir problemas científicos. La lengua griega que escribían no era la de sus contemporáneos, sino la que se había hablado y escrito en Grecia cuatro o cinco siglos antes. Se podría decir que “escribían en ruinas”. Por los contenidos, sus textos eran y soy aún hoy muy interesantes, pero las formas de la comunicación, frías y académicas, estaban desprovistas de los lenguajes en transformación, que cambian con la evolución de la gente y los lugares y acumulan la energía de la historia.

En el mismo periodo se tradujo por primera vez al griego el Nuevo Testamento, aunque se reconoce una renovada carga creativa y persuasiva en ese texto, las formas lexicales habían sido consideradas rústicas por los escritores de esa época. Y más adelante diecisiete siglos después, los filólogos y filósofos alemanes que habían redescubierto el griego y modificado su gramática, sintaxis, pronunciación y escritura, consideraron a ese texto un ejemplo de barbarie anti clásica.

En la época de Adriano, a pesar de las apariencias, el destino de la civilización griega estaba ya marcado (como hoy, a pesar de las apariencias, podría estar definido el fin de la civilización llamada de tipo occidental). Los grandes poderes que residían en Roma, y los que se estaban consolidando en las provincias orientales del imperio, iban a conceder a Grecia una identidad autónoma por otros cuatro siglos, porque se sentían atraídos por la universalidad y la fuerza hegemónica del sistema de valores que se habían expresado a través de su historia. La griega era una cultura de la cual se podían extraer tipos y estereotipos sin fin que se podían ofrecer a los diferentes grupos étnicos cubiertos por el imperio, como vehículos de rápidos acuerdos recíprocos y de tratados para necesidades urgentes y transitorias.

En las mismas circunstancias se han encontrado hacia finales del siglo pasado Estados Unidos y a principio de los años ‘30 la Unión Soviética, durante el cierre de su periodo revolucionario. Tal vez hoy estemos constatando de qué manera tipos y estereotipos terminan asumiendo vida propia, y pasando por encima de la finalidad de entenderse que los ha generado, toman el comando y generan alienación individual y conflicto social perenne.

En los casi dos siglos ubicados entre Adriano y Teodoro I la cultura compleja de los griegos y de la elite romana, estaban observando el avance de las culturas lineales de los barbaros, con desaprobación y con un distante encanto debido a su juventud, tratando de cooptarlas sin compromisos, asumiendo su intemperancia como contrapeso del propio escepticismo: complaciéndose mentalmente para terminar considerando la banalidad como frescura, la agresividad como señal de independencia, la tendencia a contaminar y destruir como señal de vitalidad y compromiso.

(Así se piensa esto si no nos alejamos del presente. Y es probable que se trate de pensamientos arbitrarios, sin exactitud histórica y sin embargo estimulantes. Si los generadores de cultura compleja se hubiesen empeñado, junto a los que consideraban barbaros -y lo eran, justamente porque de ese modo se los consideraba- a inventar una cultura estratificada e inclusiva, en lugar de seguir ofreciendo tipos y estereotipos en los que ellos mismos no creían, entonces la relación entre seres humanos y arquitectura, entre arquitectura y naturaleza, entre naturaleza y seres humanos, hubiesen sido diferentes: pacíficas y creativas, no antagonistas, orgánicas.)

De todos modos a fines del siglo III después de Cristo, Teodorico I llamado el Grande, abrogaba la independencia de Grecia y en el año 393 Teodoro II, movido por una gran furia ideológica, golpeaba Olimpia, suspendía los juegos panhelénicos, derribaba a ras del suelo los templos de Júpiter y decapitaba las estatuas dedicadas a los dioses paganos. Olimpia ya había sufrido afrentas, desde los tiempos de Sila, que la había disimuladamente saqueada, y de nuevo cuando había sido protegida por Nerón, que amaba mucho frecuentar los juegos, pero se había llevado a Roma los preciosos exvotos, y luego nuevamente cuando habían llegado las correrías de Herulis y Godos. Pero ninguna afrenta había sido tan deliberada y definitiva como la de Teodoro II emperador, que había arrancado las vísceras del lugar y lo había dejado sin vida. Desde entonces se sabe solo de una secuencia de terremotos, cada uno más grave que el   anterior, hasta el más terrible ocurrido en el siglo VI.

(Desde la época de Sila hasta la última catástrofe natural de la cual se tenga noticias -el periodo de decadencia cada vez más acelerado- han transcurrido seis siglos y otros seis transcurrieron desde cuando Ifito, rey de los Helenos, había comenzado a organizar los juegos hasta la llegada de los romanos, los cuales progresivamente se adueñaron del Santuario. Para contar lo que ha sucedido en Olimpia en doce siglos, como se ha visto, bastan estas pocas líneas.

Se podrían escribir muchas más, pero para eso habría que recorrer las ramas que se injertan en la narración central agregando narraciones laterales, reunir informaciones, noticias, tejer conjeturas: que tienen que ver con los hechos pero no con el lugar, porque del lugar están separadas, o sea son alienas respecto al mismo. Por lo cual aumentarían el conocimiento pero también la distancia respecto a la sustancia real. Distraerían del comprender: en el sentido de entender y al mismo tiempo empatizarse con lo que se entiende a través de la mente y los sentidos.

Cotejándose con Olimpia todo esto se ve claro. Para lograr la comprensión de un lugar hay que leer directamente ese lugar y son suficientes pocos datos verbales para establecer las coordenadas necesarias para orientar y ordenar la lectura. Otros datos pueden ser recogidos después, para verificar comprobaciones y para que sirvan como pruebas; pero en este recorrido es mejor, sin distraerse, observar las señales dejadas por la arquitectura en la naturaleza. Para ser más precisos, observar las huellas de los seres humanos que para organizar y representar su existencia han dado forma a espacios arquitectónicos y por lo tanto han transformado el ambiente natural.

El verdadero punto es la intersección entre intenciones, modos, efectos de la transformación y para identificarlo hace falta entrar en cada nivel de la estratificación, pero también permanecer al margen para apreciarlas todas juntas y discernir las intricadas relaciones de reciprocidad y de correspondencia que las vinculan entre sí y con lo que está alrededor de las mismas.

Excepto eso, para hacer emerger las relaciones y hacerlas comprensibles es necesaria la presencia humana, porque como las ha generado, también tiene la capacidad de revelarlas.

Y puede ser una presencia atemporal -que no tiene nada que ver con los tiempos da cada capa- con tal de que mire, toque, observe, se mueva, se sorprenda, quede indiferente, se conmueva, etc. … o sea haga en cualquier manera experiencia -humana- del lugar en el que se encuentra.)

Hoy en Olimpia, después de las excavaciones que han quitado un espesor de cinco o seis metros de acumulaciones, todo el valle entre el monte Kronio y los ríos Alfeo y Kladeo es una gran extensión de columnas y troncos, pedestales, bases, capiteles, entablamentos, tímpanos, precipitados desde el cielo hacia la tierra. Las figuras que forman tienen mayor tensión ahora respecto a cuándo los varios fragmentos componían espacios arquitectónicos. Se tiene la sensación de que la tensión se haya multiplicado por la revelación -que sigue siendo perentoria como debe haber sido en el momento de la destrucción- de la competencia técnica de los artífices y de la correspondencia simbiótica entre artefactos y naturaleza: dos circunstancias que seguramente existían también antes, pero ahora empujadas extremadamente, en la profundidad y en los márgenes de los edificios.

El derrumbe ha desarticulado a las partes y en las articulaciones que han vuelto a la luz del sol, han reaparecido las señales de la competencia del que había proyectado y de la fuerza intelectual y física del que había trabajado, levantado, montado y unido los varios fragmentos entre sí. Entre una pieza y la otra, donde antes había espacio arquitectónico, se han insinuado plantas, arbustos, flores, olivos, robles y coníferas que entrelazan sus sombras con las sombras de las ruinas. Fuera del recinto sacro del Altis, cinco grandes álamos paralelos el Gimnasio respiran profundamente con el viento y giran las hojas del lado verde y del lado plateado iluminándose hasta las ramificaciones internas.

La experiencia del espacio pasa a través del crujido de los propios pasos en la tierra apisonada, los olores de los arbustos que se nos adhieren, los sabores que el aire coloca en los labios, el contacto de los dedos con la piedra trabajada, la adaptación de la vista a la alternancia de cortes de luz y sombra. Pasa además a través del ejercicio mental de recomponer en columnas los troncos que yacen esparcidos en el suelo; de levantar los tímpanos sobre los capiteles y completarlos con los frisos, modillones y mútulos, recorriendo el contrario sus trayectorias de caída; de rellenar con plomo los encastres suavizados por las lluvias y las sales minerales.

En la cognición sincrónica de los sentidos y del pensamiento el lugar se desvincula de las cadencias del tiempo, el pasado se transforma en la proyección hacia atrás del presente, la memoria esquiva los meandros literarios de la nostalgia y utiliza creativamente la energía de las imágenes que asocia, la ruina aparece como una de las configuraciones posibles, inclusive probables, de cada evento arquitectónico, y por ello se desmistifica, cesa de intimidar.

(Tal vez se dirá en el futuro que hacia finales del segundo milenio después de Cristo, en las áreas dominadas por la civilización llamada de tipo occidental, los arquitectos habían comenzado a “proyectar en ruinas”. En efecto hay muchos en estos años -los últimos del siglo XX- que se dedican a repetir lenguajes arquitectónicos del pasado, desde el último cuarto del Ochocientos hasta la segunda guerra mundial, y los mezclan y los adulteran y eventualmente los vuelven antipáticos, adversos, hostiles todo lo posible, para reiterar el principio de que la arquitectura es autónoma y puede ser juzgada solamente por el que directamente participa en su manipulación. Respecto a los escritores griegos del siglo I que tenían mucho para decir, estos arquitectos no tienen nada para decir y por ello no dicen nada que ayude a entender, ni siquiera respecto al pasado al que aluden, cual puede ser el rol de la arquitectura en este periodo de rápidas e impactantes transformaciones.)

Puede ser que uno de los aspectos de estas transformaciones sea la de hacer superflua a la arquitectura. Pero puede ser también que estas transformaciones, justamente por ser tan impactantes, sean transitorias y que seguirán otras de profundidad por ahora inimaginable en las cuales los seres humanos se reapropiarán del aire, del agua, del suelo y de la arquitectura.)

Entrando en el Altis, en el rincón noroccidental después del Pritaneo de los Elei, se encuentra a la izquierda el Heraion. Es el templo que había estado dedicado a Hera hacia fines del siglo VII antes de Cristo o sea unos de los más antiguos. Las columnas son dóricas pero no son todas iguales entre sí, lo cual quiere decir que por lo menos en parte se habían recuperado de un templo precedente siempre dedicado a Hera del cual se habían utilizado también partes de fundación; o si no quiere decir que la estructura era en su origen de madera y se la transformo de piedra, un fragmento por vez, empezando por las columnas y dejando por últimos los arquitrabes, de los cuales no se encuentran huellas porque el templo se habría incendiado antes de que se completara el secular programa de reemplazo. La narración de este proceso, que ha involucrado las invenciones de muchas generaciones de artesanos, queda totalmente registrada en lo que queda del diseño de la construcción. El períptero es breve en las cabeceras y particularmente largo en los laterales, el ritmo del pórtico es más apretado de lo acostumbrado, las ranuras siguen las asperezas de la piedra como las cortezas siguen el trenzado de las fibras que encierran, las columnas parten directamente desde el pedestal del templo con la energía y el impulso que tienen los troncos de los olivos cuando emergen desde el suelo.

Continuando el recorrido desde el períbolo occidental, a la derecha se pasa por la Palestra, luego el Theocoleon, donde se alojaban los sacerdotes del santuario, y luego se llega a la basílica cristiana del siglo V.

La configuración arquitectónica, la técnica de construcción, los materiales, la decoración no tienen nada en común con lo que se había edificado antes. Sin embargo esa iglesia podría estar solo en Olimpia y justamente en los márgenes del Altis, detrás de las espaldas del gran templo de Zeus. Había crecido en el mismo humus, había tenido en cuenta las líneas y las correspondencias que habían gobernado la edificación del Santuario, había apretado más allá de los cánones paleocristianos el paso de las naves laterales porque de ese modo estaba repartido el espacio en las celdas de los edificios circunstantes, había dosificado la amplitud y el número de las aberturas para adaptarse a la luz, única, del lugar. En las excavaciones debajo de sus fundaciones se ha descubierto que las mismas reproducían las del Ergasterion de Fidias. En aquel taller, que nueve siglos después se había transformado en la raíz de una basílica, se había esculpido la estatua crisoelefantina de Júpiter, famosa en todo el mundo helénico.

(Parece que denigre a la arquitectura -a los arquitectos y también al género humano- la idea de que la arquitectura pueda ser una categoría autónoma. Porque de ese modo todo termina en una acumulación de procedimientos burocráticos sin inventiva ni participación.

Para organizar el espacio son suficientes los tipos y para darles forma bastan los estereotipos. Salen de escena los detalles constructivos y decorativos: no se sabe más como unir con propiedad y competencia dos o más materiales diferentes, ni se sabe cómo resolver con naturalidad y elegancia el pasaje de un plano horizontal o vertical con un plano inclinado, curvo, o mixto.

Se asume que todo queda dicho en la imagen generadora del proyecto: que en la mayor parte de los casos es un bosquejo, copia de copias de mediocres pintores que a su vez copiaban. Entra de nuevo en escena la tonta aserción de que el atributo fundamental de la arquitectura sea el de dominar a la naturaleza.

Se ve en cambio, dando vuelta el telescopio, que la arquitectura se vuelve generosa y significativa para los seres humanos solo si es una extensión gentil y delicada del orden natural.)

G.D.C.