Por Oscar Andrés De Masi
Varios amigos y amigas de la zona de Banfield, Lomas y Temperley me han pedido algunas reflexiones acerca del tema que da título a este post. Ciertamente, su preocupación es comprensible, frente a la potencial pérdida de estos adoquinados tradicionales. Ya la ONG FuenteOvejuna ha expresado su alerta. El tema me convoca doblemente, por su actualidad, y porque me permite reencontrarme con apuntes que comencé a preparar hace ya tres décadas, bajo la guía de Alberto de Paula.
¿Cómo hemos de valorar los viejos adoquinados viales?
¿Deben preservarse o son piezas descartables en la dinámica de la transformación urbana? ¿Pueden implicarse en una mirada que asuma el punto de vista del patrimonio materia e inmaterial?
Intentemos dar respuesta a estos interrogantes.
Elementos del patrimonio urbano:
Comenzaré por la última. A mi juicio, no cabe duda de la implicancia patrimonial que, hoy más que antes, asumen los adoquinados de vieja data. ¿Por qué? Pues porque forman parte del «paisaje urbano». No es un juicio aislado el mío, sin duda. Hace tiempo le escuché postular al Arq. Ramón Gutiérrez esta definición: que el patrimonio arquitectónico y urbano de una ciudad se define por tres elementos que, confrontados con el modo de vida de sus habitantes, adquieren su naturaleza patrimonial:
-La vigencia de la traza
-Las características del tejido urbano
-La configuración de su paisaje
Naturalmente, el paisaje es el elemento dinámico y cambiante: las nuevas escenografías reemplazan a las viejas. Pero los elementos históricos más permanentes y más identitarios pueden y deben coexistir con el nuevo escenario. Y máxime cuando gozan del aprecio de los vecinos.
Entonces, señalamos que el paisaje es la «tercera pata», por así decirlo, del patrimonio urbano de las ciudades.
Ahora bien, ¿Cómo definir al paisaje? Me place la definición del Grupo Aduar, que discutimos infinidad de veces con Alberto de Paula: Aspecto o forma del territorio tal como es visualmente percibido y estéticamente valorado, en conjunto, y a una distancia que permita, simultáneamente la apreciación panorámica y la percepción de detalles que componen la estructura de la imagen, la cual varía según su complejidad y textura.
Sin duda, el paisaje se explica y se comprende por la suma de los procesos naturales y antrópicos que lo han generado en el curso del tiempo. Claramente, el empedrado de las calles es un proceso antrópico: no está dado por la naturaleza, sino que adviene por decisión del planificador, como un aporte para el mejoramiento de la calidad del habitar y del circular urbano.
El adoquinado como factor de calidad del habitar urbano:
He aquí entonces otro elemento a ponderar: ¿El adoquinado aporta calidad? La respuesta es evidente por las ventajas que conlleva:
-Impone límites a la densidad y velocidad de circulación de vehículos;
-Con ello, favorece el control de la contaminación sonora de los barrios y
-Mejora las condiciones de seguridad vial;
-Favorece la retención y el drenaje de las aguas pluviales;
-Alivia el agobio de las altas temperaturas veraniegas.
Pero, a estos elementos «funcionales», deben añadirse los elementos de estética urbana: las calles adoquinadas son, definitivamente, bellas, y la nobleza de la piedra se amiga sin esfuerzo con el entorno y el arbolado.
Nótese que el adoquín de granito va adquiriendo una cierta pátina que, junto a los elementos térreos de las juntas, termina configurando un tapiz horizontal texturado. ¿Alguna vez contemplaron el brillo tenue de los adoquines, los tonos grises o los rojizos, al contraluz de la tarde, especialmente en otoño? Los invito a que hagan la prueba. Se van a maravillar.
He allí el factor de percepción visual que devuelve al observador una imagen gratificante, homogénea pero no plana (¿Alguien ha analizado las variantes en la colocación de loa adoquines, desde la hilera lineal, las formas curvas, el opus cementicium o el opus reticulatum romanos llevados al plano, las intersecciones, los contornos etc.?), texturada pero no abrupta, quieta pero no inmóvil… Yo diría, casi metafóricamente, como quien contempla el reflujo del mar. Todos hemos experimentado esa sensación indescriptible.
Adoquinado e identidad barrial:
Pero a estos argumentos hemos de sumar uno más: las calles adoquinadas son parte de la identidad de los barrios tradicionales del suburbio. Y cuando digo «tradicionales» no quiero decir, exclusivamente, los barrios de segmento socio-económico principal, o como hubiéramos dicho en nuestra mocedad, los «barrios chetos». No se trata de una cuestión de riqueza o de clase: se trata de una cuestión de identidad, que cruza en diagonal todos los segmentos sociales, desde los barrios de alta gama residencial hasta los más modestos, populares e industriales. Si todos ellos han tenido adoquines en sus calles desde hace décadas y décadas, sin queja de los vecinos, entonces ese componente de su imagen será identitario, vale decir, derivado de una forma tradicional de la vialidad urbana. Es bastante simple.
Ahora bien, esto que parece tan accesible a cualquier inteligencia dotada de una dosis mínima de sentido común, de sensibilidad ante el paisaje y de aprecio por la historia y la memoria de los lugares donde hemos nacido o crecido, parece incomprensible para los funcionarios municipales y sus asesores.
Ya lo hemos dicho antes: Lomas de Zamora carece de una agenda patrimonial seria y sustentable, cuyo colofón sean protocolos tuitivos de lo poco que va quedando en pie.Por más que se haya creado un programa dotado del rumboso nombre de «Patrimonio Lomas», su tarea parece haberse limitado a relevamientos que ¡ya hemos hecho docenas de veces, llevados de la mano de De Paula y otras figuras, hace más de veinte años! Tarea redundante que, como digo, ya está hecha.
Lomas de Zamora necesita programas operativos y participativos-vecinales, que se reflejen en normativas y contralores dotados de sentido patrimonial: reglamentación de zonas de amortiguación, límites de alturas, respeto al arbolado (¿Quien es el genio de la botánica forestal que dispone podas en pleno verano?), protección de edificios de valor histórico, recuperación de fachadas, limpieza de la contaminación visual debida a cartelerías espantosamente mersas, limpieza y restauración de sus monumentos escultóricos, incentivos fiscales para los frentistas… Y, por supuesto, preservación del adoquinado donde existe. Bastante caro ha sido el precio pagado, hace ya muchos años, cuando se levantó el adoquinado de la calle Acevedo (y eran entonces tiempos de un gobierno de facto contra el cual no había modo de protesta vecinal…).
Los viejos adoquinados del partido de Lomas de Zamora son parte de esa epopeya por la cual el distrito fue dejando atrás la precariedad de sus perfiles rurales, para convertirse en una gran ciudad, dotada de los indicadores de modernidad epocales, que reconocían como modelo a la Capital. Los pueblos de la comarca copiaban a Buenos Aires, en su afán de convertirse en ciudades.
Foto oadm 2019
Remontando los siglos:
Antes de entrar en la historia de los adoquinados lomenses, permítanme referirme a las fuentes remotas de origen de estos pavimentos, para ponderar aún más su riqueza como legado constructivo de nuestras raíces europeas.
Acabo de emplear la palabra «pavimentos». De eso se trata, precisamente. El adoquinado pertenece al conjunto genérico de los pavimentos con que se cubrían los caminos. Y en este punto, como reza el dicho, «todos los caminos conducen a Roma»… Los romanos fueron los primeros y grandes «pavimentadores» de la antigüedad, empedrando y embaldosando las «viae» (=vías) con losas de piedra, de lava, de basalto o de asperón, siempre sobre capas de mortero. Eran pavimentos resistentes que soportaban el paso de grandes carros (=carrucae) o de legiones enteras, y lucían prolijos y elegantes.
Permítanme citar un viejo texto de la Revue Génerale de l’Architecture et des Travaux Publics (Paris, 1840), tan conciso como iluminador:
Il est évident que les Romains avaient eu pou but surtout la consolidation du sol; qu´ils avaient observé que, plus une chaussée était unie et résistante, plus le parcours en était facile, et tous leur travaux tendirent á obtenir ce double résultat (…) un sol factice, résistant, et qui devait rendre tout tassement, tout enfoncement impossible. Ils le composaient de couches d´empierrement battues fortement, et superposées de massifs en béton qui en formaient un corps solide et compacte.
C´était sur une semblable fondation qu´ils établissaient le pavage forme de gros blocs de granit ou de lave irrégulières, mais parfaitement joints (…) Les Romains sont encore notre maîtres…
El sistema debió ser muy bueno, porque prevaleció en Europa por varios siglos, hasta la época carolingia. Su desaparición coincide con el quebranto de la infraestructura imperial de servicios: las losas rotas dejaron de reemplazarse o de repararse y así llegamos al siglo XI con un panorama de colapso de estos sistemas. Años más tarde, el rey Luis Felipe pavimentó algunas calles de Paris con algunas grandes losas de asperón, cuadradas y gruesas. Pero lo curioso es que en excavaciones posteriores no se hallaron aquellas grandes losas, sino otras más pequeñas, de unos 40 cm. x 40 cm y 20 cm de grosor, que examinó Viollet-le-Duc y cuya dotación estimó en tiempos de la construcción del Chatelet. Mis alumnos del Seminario de Patrimonio recordarán este episodio. Debieron ser adoquines muy usados, por el desgaste en su cara externa. En los siglos XV y XVI se hizo frecuente el empleo de cantos rodados sobre un lecho de arena.
En cuanto a España, siguió la tradición romana y continuó empleando todo tipo de piedras para pavimentar: granitos, asperones, pedernal, y otras piedras silíceas, y hasta las calizas duras, los cantos rodados, el basalto, el pórfido, las lavas, el gneis y los esquistos pizarrosos. Todo lo que fuera duro y disponible en las cercanías, era utilizable.
Si me he detenido en esta enumeración no es por pura erudición, sino para mostrar claramente que el empedrado de las calles asume para nosotros el valor de una tradición constructiva, de un paisaje urbano y de un legado de saberes prácticos, que nos viene de nuestras lejanas raíces europeas.
Lo que vino luego fueron complejizaciones técnicas sobre los mismos principios empíricos: piedras naturales sin labra (como los cantos rodados, morrillo, etc.), o desbastadas como las «cuñas», o labradas como los adoquines y pizarras; o partidas, como el MacAdam (de ahí la palabra «macadamización» como equivalente a pavimentación); o incluso balastos con morteros de cemento, huesos de animales, escorias de antiguas minas de hierro o adoquines de madera. En nuestro caso, los primeros sistemas aplicados para la vialidad urbana oscilaron entre el adoquinado (principalmente traído desde la cantera de Martín García) y el MacAdam.
La memoria del oficio
Enfocando el tema desde el punto de vista del patrimonio inmaterial implicado en los sistemas constructivos del adoquinado urbano, no podemos menos que lamentar la paulatina pérdida de aquellos saberes de artesanos y operarios. ¿Cuántos «adoquinadores» competentes quedan de las camadas más veteranas? No lo sabemos. Los pocos que sobreviven deben ser personas de muy avanzada edad. ¿Algún municipio ha encarado un empadronamiento de adoquinadores experimentados?
La pérdida de la memoria del oficio es, sin duda, otro déficit que empobrece la memoria común. Revisando papeles de mi archivo, encuentro una Ordenanza del año 1857, relativa a los «empedradores» en la ciudad de Buenos Aires. Se los denominaba «maestros empedradores», como correspondía a la jerarquía del oficio. Se les exigía el compromiso de «empedrar bien todas las cuadras que se les encarguen», haciéndose responsables del trabajo por dos años. La Municipalidad entregaba a cada maestro empedrador la cantidad de piedras necesarias, y éste asumía el costo de trasladarla al lugar de aplicación, debiendo devolver las piedras y la tierra sobrante por cuadra.
No muy diferentes debían ser, más tarde, las condiciones de contratación en los poblados suburbanos.
Un aviso aparecido en «Don Basilio» el 19 de abril de 1886 convoca a los oferentes de ¡cien mil adoquines!, en entregas de a 25.000, que fueren de buenos cortes, de 15 cm de altura. La entrega debía hacerse en la Plaza Constitución.
Para quienes se interesen en la historia del empedrado porteño, me permito recomendarles los artículos que publicó «La Revista de Buenos Aires» en 1867-1868-1869.
Un poco de historia lomense:
Pero volvamos a nuestro pasado inmediato y hagamos un poco de historia lomense: en 1886 don Francisco J. Meeks dona una fracción de su chacra para la apertura de una calle que sería la primera adoquinada, desde Laprida hasta Garibaldi y de allí hasta la estación de Temperley. Pero no bastaba para mejorar las comunicaciones viales. Debía encararse un plan de pavimentación integral. Fue en 1901, durante la intendencia de Manuel Castro, que se licitó la pavimentación de 125 cuadras en Lomas-Banfield-Temperley, de las cuales 25 eran de adoquinado de primera calidad (comprendiendo la avenida Gazcón, hoy Alem, desde Laprida hasta Banfield; y la calle Maipú, desde la estación hasta la iglesia) y las otras 100 de «empedrado común».
Ganó la licitación la empresa de Juan A. Gregorini & Cía. Fue un esfuerzo épico para un presupuesto municipal exiguo, que implicó el arreglo de un plan de pago en cuotas al contratista…¡por trece años! Todavía hoy sobreviven muchos de aquellos empedrados, que tanto costaron. ¿Tenemos derecho a desandar aquel camino que recorrieron nuestros mayores y que nos llega como un legado gratuito? Cada cual sabrá responder.
Conclusión:
Digámoslo una vez más, loud & clear: el adoquinado que permanece en los barrios (cualquiera sea su gama socio-económica) no es un elemento accesorio y descartable de ese paisaje, sino un elemento configurador de identidad, evocador de memoria e indicador de calidad suburbana. Por eso debe ser preservado.
Foto oadm 2019